Hace algunos días leí una columna salida directo de Fifidonia. En una metáfora digna de los mejores sommeliers y connoisseurs de la haute cuisine d’auteur se comparaba a nuestro México con un restaurante. En resumen, se nos dijo que estamos mal por ser tercos y querer echarle limón a toda la comida. Yo soy tapatío y en honor a mi terruño, no me disculparé jamás por eso. Sin embargo, lo que más me sorprendió, es el desesperado llamado a domesticarnos y no pedir lo que queremos en democracia, sino lo que dicta la preciosa norma de etiqueta. “El cliente, como el pueblo, no siempre tiene la razón”. En vez de iniciar con cualquier argumento culinario, tema en el cual me confieso poco educado, procederé con una anécdota. Siendo mesero a mis 16 años en un conocido café de la Colonia Providencia en Guadalajara, experimenté ese periodo de domesticación. Conozco bien el costo de “guardar el protocolo”: evitar el contacto visual con los comensales, ser “barrido” con su mirada y en general, sopor