Hace algunos días leí una columna salida directo de Fifidonia. En una metáfora digna de los mejores sommeliers y connoisseurs de la haute cuisine d’auteur se comparaba a nuestro México con un restaurante. En resumen, se nos dijo que estamos mal por ser tercos y querer echarle limón a toda la comida. Yo soy tapatío y en honor a mi terruño, no me disculparé jamás por eso. Sin embargo, lo que más me sorprendió, es el desesperado llamado a domesticarnos y no pedir lo que queremos en democracia, sino lo que dicta la preciosa norma de etiqueta. “El cliente, como el pueblo, no siempre tiene la razón”.
En vez de iniciar con cualquier argumento culinario, tema en el cual me confieso poco educado, procederé con una anécdota. Siendo mesero a mis 16 años en un conocido café de la Colonia Providencia en Guadalajara, experimenté ese periodo de domesticación. Conozco bien el costo de “guardar el protocolo”: evitar el contacto visual con los comensales, ser “barrido” con su mirada y en general, soportar gente cremosa que bajaba y subía de autos de lujo. Mi falta de pertenencia a ese grupo social me dejó muy claro que en la industria restaurantera de alta categoría, la imagen de elegancia y buen gusto la cargan a cuestas los trabajadores.
Desde ese entonces, entiendo diferente el proceso de servir la comida. Procuro hacer justo lo opuesto de lo que me hicieron: ver a la gente a los ojos, agradecer un buen plato de comida servido y ser generoso en el trato y las propinas. Sobre todo, a sabiendas de que hay que ser generoso con los meseros para que le toque algo al de atrás: al garrotero, al chavo que se gana la vida ayudando a que todo lo que salga de cocina salga bien, mientras los meseros experimentados salen como flechas a atender varias mesas al mismo tiempo.
Sin embargo, hay algunos sectores sociales que jamás han experimentado semejante cosa y que siguen defendiendo, de una manera u otra, el derecho de las minorías políticas y sociales de defender “el interés de todos”. En esta columna culinaria de Fifidonia se defiende justamente ese privilegio de no darle la razón a los clientes o al Pueblo. “Al cabo que el país y mi restaurante yo los manejo como yo quiero” parece decirnos la confusa y torturada columna que equipara un negocio con fines de lucro con un país entero.
Es sorprendente todavía que a estas alturas del partido, después de 2018 y con el cambio cultural que la Cuarta Transformación hizo evidente en toda la sociedad mexicana, haya gente que tenga que salir a asomar su cabeza a la realidad para darse cuenta que la mayoría del país come en la calle, le echa con mucho gusto limón a su comida y por supuesto, disfruta del manjar de los chiles toreados porque la cocina mexicana y su Pueblo tienen historia detrás. Mientras ellos se dan cuenta de eso, los demás seguiremos transformando y disfrutando de la rica tradición de la comida de México, reina del sincretismo de sabores, ingredientes e digna hija de la fusión entre las culturas que dieron nombre y orgullo a nuestro país.
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