“Los niñitos macilentos
Que habitan allá en los cerros
Más que vivir agonizan
Entretejiendo sus sueños
Contésteme tío juan
No se me quede callado
Conteste si no hay razón
En que sigamos luchando”
Alí Primera
La confrontación campo y ciudad es añeja. Con la emigración masiva del campo a las capitales se vacían comunidades y si las cosas marchan bien se crean clases medias. Con el tiempo esas clases medias pierden toda conexión directa con lo rural y muchos de sus integrantes se convertirán en clases medias ilustradas.
En el México de 1921 la población rural era de casi 10 millones de habitantes mientras que la urbana solo alcanzaba los 4 millones y medio. En 1960 se igualan ambas poblaciones. Diez años después la población urbana da un salto enorme para casi duplicarse y de ahí en adelante dominarán las ciudades. A pesar de este desbalance las ciudades mexicanas dependen alimentariamente de las zonas rurales e incluso de la constante migración para la construcción de hoteles, edificios y viviendas. Como la gente del campo casi siempre llega a las ciudades en condiciones de desventaja educativa, económica o social, las clases medias ilustradas los perciben como signo del atraso en México.
Este prejuicio clasista que encuentra su extremo en Gabriel Quadri y su separatismo racista-económico, se repite de forma un poco más moderada en varios comentaristas y analistas ilustrados. Al ser mexicanos urbanitas y muchos de ellos con conexiones sentimentales o turísticas a otras ciudades del mundo, aspiran a que México pueda imitar la trayectoria de progreso de esas ciudades. La cima de esas aspiraciones se encuentra en los llamados (ya francamente muy desgastados) a construir un Silicon Valley en México o una “Economía del conocimiento”.
Estas aspiraciones no solamente son ingenuas sino ciegas. Las trayectorias de desarrollo de los países europeos, asiáticos y norteamericanos tienen invariablemente fuertes políticas de desarrollo rural o incluso de inmensos subsidios a sus productores regionales. Los europeos gastan millones de euros para ello al igual que los estadounidenses. Más que insultar u olvidarse de sus campesinos están conscientes de la interdependencia entre campo y ciudad que dota a unos y a otros habitantes de bienestar transferencias de tecnología que les permite exportar sus productos a todo el mundo.
Para que esto suceda la riqueza de las ciudades financia en buena medida políticas de bienestar para el campo y la pesca. Esto es una constante en los países desarrollados. Sin embargo, en el dulzón análisis de sobremesa política lo que corre por debajo de la mesa son las ansias y tremendas ganas de deshacerse de los pobres y los campesinos. “Si tan solo pudiéramos convertir a los campesinos en ingenieros, este país progresaría” nos dicen.
Este desprecio por los pobres, por lo rural y el campo no es gratuito. Este clasismo está construido desde la cima de una pirámide que come alimentos producidos en el campo, vive en departamentos construidos por emigrados de zonas rurales y utiliza empleadas domésticas que vienen de comunidades indígenas. Esta relación de dominación se está invirtiendo poco a poco con el bienestar que se construye con los programas como Sembrando Vida o los caminos rurales.
Más allá de la siembra de árboles o los caminos de piedra estos programas son una vía para que las comunidades re-aprendan un saber antiguo que se perdió desde la Revolución Mexicana: que el campo y los campesinos mexicanos no necesitan someterse a los egoístas designios de algunas minorías de las ciudades que lo único que buscan es ascender usando a los demás como escalón. La dignidad que se busca es la del país entero. Y eso incluye al campo y al sureste, partes fundamentales de la unidad y riqueza cultural y social de México.