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El nebuloso sueño de una vida mejor

En general, no estoy conforme
ni me resigno. Quiero mi derecho,
de hombre común, a deshacerme
la frente contra el muro, a golpearme,
en plena lucidez, contra los ojos
cerrados de las puertas; o de plano
y porque sí, a treparme en una silla,
en cualquier calle, a lo mariachi,
y cantar las cosas que me placen.

Rubén Bonifaz Nuño en “Fuego de Pobres

Normalmente, cuando se habla de las razones para que los proverbiales jóvenes mexicanos no sean gente ‘de provecho’ y se unan al también proverbial crimen organizado, se barajan dos grandes razones. La primera, la aplastante falta de oportunidades. La segunda, el vacío por la falta de una brújula moral que los lleva a cometer los atroces actos de los que ya todos tenemos noticia desde hace años. Sin embargo, rara vez se habla del mundo intermedio en donde conviven estas dos razones, encarnadas de muy distintas maneras. Esto, relativo al más humilde distribuidor al menudeo de narcóticos hasta al más brutal gatillero, que quita vidas sin cesar y sin signo de arrepentimiento.

En la historia de México, varios períodos violentos de guerra interna se han suscitado. Muchos de ellos fueron políticos, unos querían derrocar el gobierno de otros. Conflictos por religión también asolaron a nuestro país. Esos períodos obedecían a una lógica fría y bien definida de lucha por el poder. Finalmente, está el período del que tenemos más memoria reciente, aquel período de tiempo en el que el gobierno mexicano, de forma ilegal y sin respetar las leyes civiles ni el derecho de guerra, aplastó a la oposición política y armada que se levantaba en su contra. Ese período inauguró la ilegalidad imperante que padecemos desde ese entonces.

En la actualidad, vivimos en un período que tal vez por ser tan reciente, se resiste a tener una explicación tan clara porque lo estamos viviendo ahora mismo. Le llamamos “Guerra contra el narco” aunque el narcotráfico es una forma de comercio ilegal, no un combatiente militar bien definido.

Las 16 combinaciones de castas durante la colonia española en la Nueva España. Museo Nacional del Virreinato, Tepotzotlán, Mexico.

Para describir algunas raíces de este período, viajemos al domicilio más familiar para nosotros mismos. Ahí de seguro hay uno que otro vecino que saca su basura con cierta regularidad. En las fiestas navideñas o en época de aguinaldo, probablemente hay algunas cajas de cartón de electrodomésticos. Probablemente, a través de la cortina durante las noches, se vea intermitente un rectángulo de luz más grande que el anterior, indicando un televisor más nuevo y de mejor tamaño. Si se vive en el mismo domicilio el suficiente tiempo, tal vez se alcance a notar incluso el cambio de automóvil. Uno nuevecito, de agencia. Brilloso y lavado con mucho cuidado los fines de semana durante todos los meses de aquí a que se pierde el aroma y la sensación de nuevo. Si usted no lo ha visto, de seguro ha escuchado alguna historia así. 

Todas estas experiencias, sumergidas bajo el manto de la clase media mexicana, no son accesibles para una parte grande del país. No me refiero a las oportunidades económicas, me refiero al nebuloso sueño de una vida mejor. Una sensación de mejora y progreso que a través del tiempo, para muchos queda oliendo a estancamiento, a negación.

De alguna forma, es necesario que quienes salimos a trabajar todos los días tengamos una sensación de cambio y progreso. A nivel humano, eso generalmente se traducía en tener una familia en los años de antes. A nivel profesional, se traduce en ganar un poco más de dinero y a nivel social, se traduce en que los demás admiren y envidien la vida de uno. Todas esas cosas tienen más que ver con los ideales que perseguimos que con las oportunidades económicas en abstracto. Nadie sale a la calle pensando “quiero estar en el 15% de la población con mayores ingresos” sino que piensa cosas como “quiero ser respetado” o “quiero poder comprarle regalos a mis hijos las siguientes fiestas”. Los menos, pueden darse el lujo de pensar “quiero viajar al extranjero” o “quiero un guardarropa nuevo”. Las aspiraciones nos humanizan, son la utopía individual de cada ser humano.

Sin embargo, en este presente, esas aspiraciones son una fuente de eterna frustración en un país desigual. Tanto más que en un país pobre, ya que el país desigual es un escaparate entre lo que es posible (ascender en la escalera social) y lo que es probable (estancarse en la pobreza). La publicidad y las mercancías extranjeras han hecho el resto. Incluso quien no conviva tanto en sociedad puede enterarse de todas las cosas que no puede adquirir.

Isabel del Puerto y su familia en un restaurante de la Zona Rosa de la Ciudad de México.

Este escaparate confronta e insulta a quien lo ve desde lejos. Con el brusco cambio y la creciente cercanía a Estados Unidos desde hace 20 años, aprendimos también que el progreso rápido es posible. Es frustrante saber que con las reglas viejas que teníamos en México, ese progreso era poco probable. Quienes no emigraron, descubrieron en el tráfico de drogas un conjunto de reglas nuevas con las cuales esa sensación de progreso era posible. Fue tan significativo ese descubrimiento, que conjuntos de música popular compusieron canciones para consagrar las hazañas de aquellos que se atrevían a burlar a la policía de ambos lados de la frontera. A pesar de que esas reglas nuevas contaban entre ellas el hacer el menor daño posible al prójimo, con la violenta intervención del gobierno mexicano, esas reglas volvieron a dar un vuelco.

Roto el universo de respeto a las reglas morales que garantizaban una buena reputación y un cierto grado de respeto lo que se ha quebrantado no son las personas, ni mucho menos los ‘valores’. Es el pacto de no agresión que significa vivir juntos. Las aspiraciones de respeto y progreso son un fuerte motor en la vida de la gente. La necedad de creer que se le puede robar de aspiraciones a la gente y que no se transformarán en monstruos es una ingenuidad bastante peligrosa. Esta es solo una de las múltiples raíces del conflicto en el que vivimos. Vale la pena sacarlo a la mesa porque ningún programa social puede darle una utopía individual o colectiva a la gente. Eso corresponde a nosotros. Crear una épica de progreso y sensación de cambio en el país se antoja complicado. ¿Vale la pena? Si pacifica México, claro que sí.

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